lunes, 20 de octubre de 2008

noche


Te quitabas el cinturón, te arrancabas las sandalias, tirabas en un rincón tu camisa, y te soltabas el nudo que te retenía el pelo en una cola. Tenías la piel erizada y te reías. Estábamos tan próximos que no podíamos vernos, ambos absortos en ese rito urgente, envueltos en el calor y el olor que hacíamos juntos. Me abría paso por tus caminos, mis manos en tu espalda gigante y las tuyas impacientes. Te deslizabas, me recorrías, me trepabas, me envolvías con tus piernas invencibles, me decías mil veces ven con los labios sobre los míos. En el instante final teníamos un atisbo de completa soledad, cada uno perdido en su quemante abismo, pero pronto resucitábamos desde el otro lado del fuego para descubrirnos abrazados en el desorden de los almohadones. Yo te apartaba el cabello para mirarte a los ojos. A veces te sentabas a mi lado en el silencio de la noche que apenas comenzaba. Así te recuerdo, en calma.

Yo pienso en imágenes congeladas en una fotografía. Sin embargo, ésta no está impresa en una placa, parece dibujada a plumilla, es un recuerdo minucioso y perfecto, de volúmenes suaves y colores cálidos, como una intención captada sobre una tela. Es un momento profético, es toda nuestra existencia, todo lo vivido y lo por vivir, todas las épocas simultáneas, sin principio ni fin. Desde cierta distancia yo miro ese dibujo, donde también estoy yo. Soy espectadora y protagonista. Estoy en la penumbra, velada por la bruma de un cortinaje traslúcido. Sé que soy yo, pero yo soy también esta que observa desde afuera. Conozco lo que siente la mujer pintada sobre esa cama revuelta, en una habitación de colores claros y luces tenues, donde la escena aparece como el fragmento de una ceremonia antigua. Estoy allí contigo y también aquí, sola, en otro tiempo de la conciencia. En el cuadro la pareja descansa después de hacer el amor, la piel de ambos brilla húmeda. El hombre tiene los ojos cerrados, una mano sobre su pecho y la otra sobre el muslo de ella, en íntima complicidad. Para mí esa visión es recurrente e inmutable, nada cambia, siempre es la misma sonrisa plácida del hombre, la misma languidez de la mujer, los mismos pliegues de las sábanas y rincones sombríos del cuarto, siempre la luz de la vela roza los senos y los pómulos de ella en el mismo ángulo y los cabellos oscuros caen con igual delicadeza.

Cada vez que pienso en ti, así te veo, así nos veo, detenidos para siempre en ese lienzo, invulnerables al deterioro de la mala memoria. Puedo recrearme largamente en esa escena, hasta sentir que entro en el espacio del cuadro y ya no soy la que observa, sino la mujer que yace junto a ese hombre. Entonces se rompe la simétrica quietud de la pintura y escucho nuestras voces muy cercanas.

- Cuéntame un cuento – te digo.
- ¿Cómo lo quieres? – me dices.
- Cuéntame un cuento que no le hayas contado a nadie.

No hay comentarios: